viernes, 25 de mayo de 2012

El agujerito en la pared


      La tarde del 4 de noviembre de 1967 Robert McDonell ingresó por vez primera al lugar que estaba destinado a ser su morada por los próximos cuatro meses. La condena, que quizás parecía exagerada teniendo en cuenta el delito cometido, parecía justa dentro de un sistema que comenzaba a tratar de dar muestras de firmeza, dentro de un contexto en el que cualquier tipo de rebelión social o política que incipientemente surgía trataba de ser desactivada. Eran tiempos de despertar para aquellos que disentían con  las políticas de guerra implementadas en su país, eran tiempos de quitarse las vendas de los ojos. Eran tiempos en que el sexo comenzaba a vivirse libremente, tiempos en los que el hombre comenzaba a dejarse el pelo largo y las mujeres olvidaban sus corpiños, quizás viendo a la prenda como un objeto más que cercena, que encadena, que censura, y que, acorde a la embrionaria idea de liberación de esas ataduras que no se pueden ver, impedía el libre rebote de sus pechos al caminar.

      McDonell, para sus amigos simplemente Rob, estaba enrolado en este concepto. Formaba parte del Centro de Estudiantes de su colegio aunque estaba a meses de recibirse, y había comenzado, sabiendo que se acercaba el momento de finalizar sus estudios, a sembrar lentamente la semilla de la conciencia en sus compañeros menores. Mediante periódicas e informales reuniones trataba de acercar a alumnos de cursos menores, e internamente (y quizás inconscientemente) buscaba en las miradas de esos chicos tan puros, tan crudos, tan vírgenes, a aquel que pudiera a futuro reemplazarlo en su importantísima función dentro del Centro de Estudiantes. Consideraba con toda justicia que los más chicos seguían dogmas perimidos que sus padres les inculcaban mediante el simple pero efectivo método del cinturonazo, y veía en sus ojos que esos chicos querían ser como ellos. Estar en el frente, escupir la guerra, tocar los solos de la guitarra de George Harrison y salir con esas chicas tan lindas, con su pelo tan largo, y con esas rebotantes tetas que se les asemejaban como un paraíso lejano. “Estos chicos son cemento fresco”, solía decirles a sus compañeros, “y el cemento fresco, como lo marcas, queda para toda la vida. Si vamos a marcarlos, que sea la marca correcta”.

      Una de esas chicas, quizás la más linda, se llamaba Rita. Era rubia, de pelo ondulado y siempre suelto, ese tipo de pelo que es amigo del viento y que por más que no sea peinado por horas siempre se mantenía dentro de una hermosa desprolijidad. Rita era novia de Rob desde hacía un año. Juntos conformaban una pareja que gozaba no sólo de cariño sino también de admiración: eran dos personas que hablaban mucho y bien, con conceptos claros, y eran tomados muy a menudo como fuente de consejo dentro de su grupo de amigos. Sus opiniones siempre eran válidas y su intención de ayudar, inagotable. Si alguien necesitaba a Rob o a Rita, siempre iban a estar dispuestos a ayudar de cualquier forma que sea posible.

      Rita comenzó a formar parte del “movimiento de liberación” (como ella le llamaba) gracias a su hermano Kenneth. Ken formó parte del primer movimiento; escuchó los rumores libertarios en su esquina y abrazó la postura antibélica como modo de vida, y tal grado de responsabilidad tomó que terminó por tener él también una postura combativa; no temía a la policía, ni a sus palos, ni a sus perros. Muy por el contrario, los sabía enemigos, los sentía representantes y defensores de ese sistema opresor y déspota, y muchas veces se encontró realizando actos en los que quizás no creía, pero los efectuaba con el único fin de demostrar que se encontraba en la vereda opuesta. Quizás perdía a veces el foco, pero iba donde su corazón le dictaba y eso le bastaba para desactivar cualquier atisbo de calma que algún amigo sugiriera en alguna eventual charla nocturna. Adoctrinó a sus amigos y a su propia y única hermana, logrando que sus padres les retiren definitivamente la palabra. Lejos de amilanarse tomó aquel rechazo paterno como una confirmación del camino tomado. Se mudó a una casa junto a varios amigos, e hizo del confronte su modo de vida.
      Durante una protesta en las afueras de una comisaría John tomó, como siempre, la primera línea de combate. Uno de sus amigos había sido detenido por portación de cabello largo y Ken organizó una reunión para exigir su liberación. El Centro de Estudiantes del cual Rob y Rita formaban parte no fue avisado, porque Ken internamente sabía que las ideas pacíficas que ellos mantenían no iban a poder sostenerse en esa situación.

      El primer intento de represión de los policías que se apostaban en la puerta de la comisaría sólo logró exasperar más los caldeados ánimos. Ken explotó de furia cuando vio que el primer palazo acertaba en la espalda de su novia. Enceguecido corrió hacia el policía que, antes de poder reaccionar, veía su mandíbula estallar en sangre por los golpes de Ken. Lo tiró al piso y, trabándole el pecho con una rodilla, golpeó repetidamente en el rostro del oficial hasta que sonó el estruendo. La bala fue una sola, certera, en el centro de su nuca. Murió instantáneamente. Tres amigos suyos fueron detenidos. El cuerpo de Ken desapareció.

      Finalizando el mes de septiembre Rob fue detenido en una protesta en reclamo del cuerpo de su cuñado. Dicha protesta, que en un principio fue planteada como pacífica, cambió velozmente de rumbo cuando los oficiales de policía, con sus provocaciones, finalmente lograron su objetivo; desmadrar la situación para poder justificar la violenta represalia que internamente deseaban. Un oficial gordo y con marcas en su rostro se acercó a la posición de Rita y Rob, y caminando delante suyo con la soberbia del que sabe que tiene la potestad del mango de la sartén, y mirando hacia otro lado, musitó suavemente “Pareciera que nunca aprenden… ¿serán como ese pobre idiota que se creyó hombre y terminó sacrificado como un perrito enfermo?”. Rob, rápido de reflejos, le contestó “Pareciera que nunca aprenden… ¿será que los pobres idiotas se creen hombres por sacrificar gente como perritos enfermos?”.

      Como se trató de dar una medida ejemplar que limpie en apariencia la ya herida reputación de la justicia, se lo condenó a cuatro meses de prisión por varios cargos, entre los que se incluyeron los lógicos por incitación a la violencia, irrespeto por la autoridad y disturbios en la vía pública. El fallo fue llamativamente veloz. La pena a cumplirse iba a ser efectiva en una celda de una enorme comisaría en los límites de la ciudad. La misma enorme comisaría en la que su cuñado había dejado la vida en un arrebato de furia.

      Cuando Rob ingresó a la celda miró lentamente a su alrededor, poniendo a prueba su capacidad de adaptación. La pared que le había tocado en suerte daba directamente a la vereda de la calle y una pequeñísima e inalcanzable ventana le acercaban un atisbo de luz y algún eventual sonido de un auto que pasaba. Hacía instantes que lo habían despojado de sus zapatos, de su pantalón, de su dignidad, de su pelo, y que habían reemplazado su remera roja por un surtido repertorio de moretones que adornaban su espalda y pecho.  Había un espejo, pero no quiso mirar en qué despojo lo habían convertido. Contra la pared que daba la calle había una cucheta desvencijada. Se recostó mirando al techo, y lloró. Lloró largamente en el más profundo de los silencios. Y cuando secó sus lágrimas y giró contra la pared, lo vio. Se levantó, se lavó la cara casi golpeándose, sintiendo el agua entrar en sus ojos, y volvió a la cucheta. Ahí estaba. Era un agujerito en la pared, chiquito, pequeño, pero lo suficientemente espacioso como para poder ver la calle. Se regocijó unos segundos mirando y se maravilló. Intentó alejarse pero no pudo, y a los pocos segundos volvió a mirar. 

      Pasó las horas subsiguientes mirando la calle. Una anciana que pasó lentamente a centímetros de su cara. ¿Sabría esa señora que él la estaba mirando, que habría alguien del otro lado? Pudo ver algunos autos que pasaban, una niña corriendo, su madre llamándola. Un perro que movía la cola sin parar. La casa de enfrente, la señora que riega sus plantas. Los sintió cercanos y pensó que quizás durante ese tiempo sean su familia. Imaginó salir en libertad, cruzar la calle y saludar a la señora. Verla de cerca, verle el rostro, preguntarle por sus plantas. Y automáticamente lo atacó el miedo de que alguien lo descubra. Que alguien descubra su pequeña porción de mundo sin rejas ni paredes. Se desesperó, buscó entre los restos de basura en el piso un papelito y lo tapó. Sería, de ahora en más, su secreto. Su pequeña ventana a la libertad.  Cerró los ojos, más tranquilo. Pensó en Rita, en Ken, en su familia, y se durmió profundamente. 

      Su sueño lo llevó a una plaza. Nunca había estado en esa plaza pero la sentía como propia. Sintió el pasto en sus pies desnudos, en sus manos. Sintió el calor del sol, y esa voz conocida. “Rob, te buscaba”. Era Ken. “¿Los ves, Rob? ¿Puedes verlos?” Miró donde Ken señalaba. Eran policías y militares. Cientos, miles de uniformes. Se escuchaban sus botas a lo lejos. “Estos hijos de puta me mataron. Les pegan a las mujeres, les pegan a los niños. Nos preparan para la guerra, nos utilizan para practicar sus lecciones de boxeo. No dejes que lo hagan contigo Rob. Estos hijos de puta me han matado. Cerdos, cerdos hijos de puta. Eso es lo que son. Cerdos hijos de puta. No dejes que te maten, Rob. No dejes que me maten de nuevo”.

      Despertó sobresaltado, transpirando, mareado y con un enorme cansancio. Se acercó a la canilla para lavar su cara, totalmente confundido. Miró la pared, miró la ventana. Se había hecho de noche, y no sabía cuántas horas habían pasado desde que se había dormido. Le tiraron un plato de arroz imposible que miró casi con nostalgia, con lástima. Se sentó en la litera y, con un dejo de compasión, miró cómo tres cucarachas, primero con desconfianza y luego con una cierta voracidad, daban cuenta de su arroz.

      Con las primeras luces del nuevo día llegaron movimientos que Rob esperaba con resignación que ocurran. Escuchó gritos y cantos en las afueras de la comisaría. El ambiente dentro de la gran comisaría se agitó velozmente. Oficiales corriendo, armas que se cargaban, palos que se alistaban, cascos. Olor a sangre. Cuando el último policía salió, Rob sacó el bollito de papel que tapaba su agujero y miró la escena. Pudo divisar por un segundo a su Rita entre varias personas que portaban pancartas con su nombre. Se dio cuenta inmediatamente que la policía estaba saliendo por la puerta principal cuando pudo escuchar que sin violencia física pero con dureza verbal se los insultaba copiosamente. Creyó ver una escupida, escuchó golpes, reacciones. Tiros, gritos, tiros, insultos, tiros, tiros, tiros. Alternativamente veía ráfagas de gente hacia la izquierda, hacia la derecha. Podía diferenciar claramente a los policías los uniformes azul oscuro de los coloridos movimientos de la calle. Sintió miedo, angustia, rabia, ansiedad, y, por sobre todas las cosas, una inmensa impotencia. Gritaba sólo en la celda sin despegar el ojo del agujerito. Golpeaba la pared, cambiaba de ojo, secaba las lágrimas que borroneaban la pobre imagen que tenía de la escena, hasta que el mundo detrás del agujero pasó a ser una bola de humo, una nube que le impedía divisar cualquier cosa. El humo entró en la celda. Entraba por el frente de la comisaría, por las rejillas, por la ventana inalcanzable, y las lágrimas de ira se mezclaron con las lágrimas provocadas por los gases. A los pocos minutos el humo fue cediendo, y también los gritos en el exterior. Rob se lavó rápidamente la cara y con los ojos irritados volvió a su orificio. Ya sólo se escuchaban algunos disparos que se iban alejando y una sirena que cada vez sonaba más fuerte. Cuando el humo finalmente se disipó pudo ver en el piso, en medio de un charco de sangre que brotaba de su pecho, a Rita, que a dos metros suyo y en el último puñado de segundos de su vida miró hacia la pared, fijó su mirada en el minúsculo punto del agujerito, intentó levantar su cabeza y sonrió levemente, un momento antes  de que su cabeza ceda golpeando contra el piso, un momento antes de dejar de respirar, un momento antes de abrazarse con su hermano por primera vez en la eternidad.  




Fer

No hay comentarios:

Publicar un comentario