viernes, 5 de julio de 2013

El pixel muerto


En poco tiempo escuché tres veces, en tres lugares diferentes y de tres personas diferentes, aquella frase que mi vieja solía decirme cada tanto “No sólo hay que ser; también hay que parecer”. Y algo de cierto debe tener esa frase, calculo. Te genera preguntas, ¿Qué es entonces lo que hay que ser, qué lo que hay que parecer? La imagen debe reflejar el interior para que uno parezca bastante lo que es, o la imagen debe, por el contrario, limar las ásperas puntas que uno tiene, redondearlas, para que la gente durante un tiempo crea que son suaves praderas en vez de picos oxidados?

Es que es lindo entrenar el ojo al oficio de conocer antes de ver.  Y a medida que uno entrena el ojo, con el paso del tiempo, se va achicando el margen de error. Los errores, hermosos en su mayoría, aparecen cada muerte de Obispo. Y todos sabemos que los Obispos son gente que goza de buena salud. La pegás. Siempre. Y en eso se basa, justamente, lo que hay que parecer; lo menos posible a ese tipo que me mira en el espejo. El ojetivo es lograr que ese tipo que sale a la calle a interactuar con la sociedad sea más parecido a lo que en la misma sociedad encuentra que a lo que sea que uno tenga guardado adentro.

Hay un sistema predeterminado, bastante respetado por tasas de estatura, peso, edad y condición social, del cual uno puede estar total y absolutamente adentro, estar con un pie afuera y el resto adentro, estar en el medio, estar en parte medida, o estar afuera del todo, como cuando uno salta en el tren con los señores y señoras que van a ver cosas como Cradle of Filth. Ahora bien, por qué no pensar que quizás ellos lo tengan más claro? Porque hay mucha gente que quizás no tenga en claro qué le gusta, qué disfruta, dónde se siente cómodo. Quizás se visten de una determinada manera no porque los represente sino porque no se han sentado a analizar si esas cosas les gustan o no, simplemente se unieron a un río que pasa constantemente por la puerta. 
Ese río, bien sabemos, es implacable. Porque arrastra ideas, ideales, música, artes, medios. Arrastra y, ajeno a piedades, moldea a semejanza, corrige, pule, lustra. Para todos los estadíos o clases sociales hay un sistema, y por eso también se nota tanto cuando uno quiere parecer algo que su cara dice a gritos que no es. Es tan grosero que divierte. Por querer pertenecer a una rama pertenece a otra. Y, si existiera algún tipo de clasificación por rangos, seguramente es una peor.
No podemos negar lo que somos. Todo se nota. No importa cuánto uno trate de poner las manos en arenas ajenas, es al pedo, no se ensucia. Se nota. Y mucho. Se nos nota. Mucho. Igual que a los que nunca tratan de parecer nada. Los que son, naturalmente, imagen y reflejo de su interior. También se nota, muy fácil. Y ahí, en ese juego de ser pantallas, créame, es muy molesta la situación, por más que pasa seguido no deja de ser violento. De eso le hablo. De la imagen llamativa, que primero encandila como un fogonazo, pero una vez que uno se repone del mareo del flash y enfoca la vista para ver los detalles, sólo tiene como premio el desengaño.  Pasa que instantáneamente, intuitivamente, la vista se va solita sin que uno pueda hacer nada (porque así ha nacido uno) hacia ahí, derecho, obviando ese mar de belleza, plim, directo al píxel muerto.

Ese píxel. Ese que caga todo.


Fer.

El pixel muerto


El pixel muerto es algo más que una manchita molesta en algún recóndito lugar de la pantalla. El pixel muerto es lo que nos vuelve mortales.  Es lo que nos llama a la realidad de un momento a otro, aparece, ahí está, es innegable, es inexorable. Nos recuerda los errores, los fracasos, los desamores propios y ajenos, los descuidos, las faltas de prudencia y de cuidado, la falta de deberes, nos recuerda todo lo que hicimos mal y lo reafirma, lo recalca... lo hace notorio. Es la foto que nos inculpa hasta las orejas. Nos acusa y nos sentencia al mismo tiempo, nos señala. Nos remarca el error, lo hace sentir, nos lo hace sentir. Es la piedra que mata a Goliat.
Uno va por la vida valorándose un poco más de lo que debería. Va tal vez, creyéndose un poco más inteligente, un poco más flaco, un poco más lindo, un poco más intelectual, un poco menos superficial de lo que verdaderamente es, hay gente que se cree muy mucho más, pero eso ya es patológico, no nos ocupa verdaderamente. En fin, uno va y de golpe aparece algo que nos llama a la realidad. Nos clavan un 2 en un final, no nos entra ese jean tan lindo que vimos en la vidriera, nos dicen que no somos una persona con la cual se pueda construir una familia, babeamos ante una simple pregunta que no sabemos cómo resolver, nos ponemos a ver a Santiago del Moro. Es ahí, justamente ahí, donde el pixel se murió. Es ahí donde la vuelta al estadío anterior se hace casi imposible.
Aprender a vivir con el pixel muerto nos separa, nos aleja de aquellas personas que ante el inminente horror salen corriendo y reparan o sustituyen de forma casi mecánica el aparato defectuoso. Aprender a vivir con el pixel muerto no es una tarea fácil, es recordarnos cada 5 minutos que ahí estamos, siendo mucho menos perfectos de lo que creíamos, brillando mucho menos de los que creíamos brillar. El pixel muerto es el llamador a la realidad, pero a una realidad de la cual debemos hacernos cargo, una realidad que nos reclama, si señores no somos la ultima coca cola del desierto, somos esto, gente que no da mucho más de que actualmente da, que no es tan brillante como cree serlo.
 Gracias a los pixeles muertos que nos recuerda cuan humanos somos, cuan imperfectos somos, y que nos recuerda que la superación es un deber, que un pixel muerto llama otro, y por lo tanto debemos esforzarnos hasta el hartazgo para que la pantalla no se apague, para no quedarnos en la más absoluta oscuridad.


Mariana.