A modo de infidencia, puedo
comenzar contándoles que, una vez que seleccionamos el tema definitivo de
charla, suelo tener una especie de momento clave. Ni bien queda asentado el
tópico, siento que llega a mí una epifanía, una suerte de revelación, en la
cual puedo ver todo el texto escrito, su desarrollo, su comienzo y hasta su
final. No obstante, justo es decir que ninguno de los textos que este blog
adornan es el fiel resultado de las mencionadas revelaciones.
En el caso de las relaciones unilaterales
no pude evitar en ese primer momento ponerle rostros a la frase. Se me
aparecieron caras, situaciones, personas, hasta incluso barrios o divisiones de
colegio, trabajos, oficinas. En diferentes momentos de mi vida tuve, y sigo
teniendo hasta el día de hoy, muchas relaciones unilaterales. Sobre todo de
amistad. Gente que ha gozado de mi presencia, gente que la ha exigido y gente
que nunca la pidió y no fue necesario. Gente que, cuando yo la necesité, no
llegó a ser siquiera mensaje de texto. Aún hoy tengo ejemplos de personas que
han manifestado públicamente ser mis amigos y no han estado presentes en uno
sólo de mis problemas. Incluso no sabrían decir a ciencia cierta dónde vivo o
he vivido. Y, curiosamente, no hace mucho medité acerca de estas relaciones
unilaterales, pensando concretamente en eliminarlas, en quitar ese lastre, ese
bagaje de gente completamente inútil, esa carga de gente que no aporta
absolutamente nada pero sí se cree en condiciones de exigir. Y es en ese
análisis que recordé, casi con ternura, al querido Fito, Adolfo Pedraza.
Adolfo llegó a Buenos Aires a
los 9 años proveniente de Jujuy. Su papá Roque había logrado exitosamente
asentarse en su trabajo de fábrica, y en cuanto tuvo la chance envió el giro
que posibilitaba que su mujer y el pequeño Fito vayan a descubrir ese mundo tan
raro y enorme que parecía Buenos Aires. El momento del reencuentro en Retiro, a
dos años de la última vez de verlo, es algo que Adolfo nunca pudo olvidar. No
sólo volvía a tener un papá; también, por el mismo precio, tuvo un papá nuevo.
Un papá feliz.
Fito se puso el guardapolvo y
hecho una pelota de nervios fue de la mano de su mamá a la escuela. No había
sido fácil anotarlo en mayo, pero una milagrosa vacante apareció en cuarto
grado para su suerte. Aquella escuelita
del barrio de Coghlan era como todas las primarias; un patio de baldosas azules
y blancas, muy oscuras. Un busto de San Martín pintado de dorado, un escenario
para los actos cuya parte trasera estaba repleta de mesas y sillas rotas, un
aro de pelota al cesto que nunca nadie usó, despintado hace décadas de un
celeste triste y pálido, ese color inequívoco de las cosas olvidadas. Fito
entró al salón, olió el aserrín con el que barría la portera, olió la tiza,
sintió el roce frío del jogging azul. Todos lo estaban mirando, hasta podríamos
decir que lo estaban estudiando, pero Fito estaba ajeno a eso. No pudo sentir
ninguna mirada, ningún estudio, ningún olor, calor o frío, y al mismo tiempo
sentir todo eso junto en el momento en que sus ojos se cruzaron con los de
Agostina Torres.
No es complicado pensar que
desde ese momento la vida de Fito tuvo un norte claro. Para Agostina, sin
embargo, el momento había sido el mismo que llovía en ese grado esa mañana
templadita de Coghlan; llegó un chico nuevo, mirémoslo para después serle
indiferente, para después cargarlo, para finalmente tenerle lástima e ignorarlo
definitivamente mudándolo allá, del otro lado del salón, allá en las vecindades
de la ventana, allá donde no llego a ver, en ese otro barrio del salón que no
conozco.
Las amarillentas fotos del
viaje de egresados de primaria los muestran lejos, siempre en diagonal. Igual
que en el salón. El colegio secundario de Agostina fue un misterio que durante
esos cinco años Fito quiso desentrañar, sin éxito. Se rumoreó en algún momento
una mudanza, una tía en Palermo…nunca se pudo confirmar.
Preocupado por la situación de
su hijo y viéndolo cada vez más retraído en sus pensamientos, don Adolfo tuvo
la feliz idea de hacer debutar sexualmente a su hijo. Seleccionado el lugar (un
tugurio infecto de la calle Brasil, en el siempre complicado barrio de
Constitución), Fito accedió sólo para dar a su padre la idea de que su hijo era
en realidad un chico feliz, viril y seguro de sí mismo. La cruel realidad que
devolvía el espejo matutino era totalmente distinta; Fito dejaba correr sus
días en una monotonía constante, había hecho de su amor por Agostina su mayor
impulso, su religión. Estudiaba y trabajaba con el mismo desgano de todos los
días, pero el éxito no le era esquivo, ya que el faro que lo iluminaba no le
consumía más que imaginación; todas sus energías físicas eran puestas en su
trabajo y su estudio. Fito vivía de manera absolutamente mecánica; estudiaba
Licenciatura en Kinesiología y Fisiatría en la UBA y trabajaba en un estudio
jurídico en el que avanzó rápidamente, pasando de cadete a tener su propio
escritorio desde el cual manejaba toda la burocracia que entraba y salía de esa
calurosa oficina, ahí, a una cuadrita de Tribunales, en la calle Tucumán.
Rápidamente aquel chico
provinciano comenzaba a hacerse un nombre importante; renuncia a los 30 al
estudio, logrando un buen arreglo monetario; sumado a un oportuno préstamo
bancario consigue abrir su propio consultorio en un noveno piso de un coqueto
edificio a estrenar, y ya con el diploma colgado pudo inaugurar su nueva etapa
de kinesiólogo oficial.
Coghlan se revolucionó; Fito
rápidamente pudo hacer una cartera de clientes y hasta incluso tuvo que
contratar una chica para que le ordene los turnos. A menudo no podía almorzar o
comer tranquilo. Mujeres grandes, hombres jóvenes, lastimados, deportistas; la
fama de Fito fue expandiéndose de tal manera que al año de abrir el negocio
decidió levantar las publicidades de las revistas barriales porque
prácticamente no tenía espacio para clientes nuevos, y aunque se sabía
totalmente infeliz, ese norte definido e indefinido que resultaban los ojos de
Agostina no le consumía mayor impulso que soñarla con los ojos bien abiertos en
su cama, cuando se acostaba y la almohada le chamuyaba un futuro con sus ojos.
Ojos que, como el perspicaz
lector habrá supuesto, se presentaron acompañando a su portadora una fría
mañana de agosto. Agostina nunca se había mudado del barrio, y su trabajo como
secretaria en una oficina del centro porteño le estaba empezando a pasar
factura. La mala postura ante la pc y el exceso de mouse la tenían a maltraer,
y la fama de ese jujeño mágico que tenía a las viejas saltando la soga en el
Centro de Jubilados llegó a la puerta de su casa. Era cuestión de tiempo,
nomás.
Se presentó con la secretaria
y esperó mientras hojeaba una Cosmopolitan. A metros de ella, Fito sentía cómo
le sudaban las manos, cómo un nudo de más de veinticinco años se le clavaba en
la garganta. Tres veces agarró el picaporte, tres veces se frenó. Se sentó en
la camilla y lloró en silencio. Había leído “Agostina Torres” en la ficha, la
había espiado por una ventanita que comunicaba a la recepción. Era ella. Todo
su mundo era ella. Todos estos años.
Se secó las lágrimas, respiró
hondo, miró de nuevo. La ventanita no permitía que se vea de afuera hacia
adentro y verla de nuevo lo animó. Pudo ver que no llevaba ningún anillo
puesto, sonrió tímidamente. Se miró al espejo, se acomodó el peinado.
Finalmente y después de respirar hondo otra vez, abrió la puerta con timidez, y,
con un hilito de voz, dijo “Agostina Torres…pase, por favor”.
Qué garca Fito. Cuando andaba
deprimido me llamaba, pero cuando yo estuve mal…ni un mensaje de texto
siquiera, querés creer…
Que se vaya a cagar.
Fer
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