miércoles, 11 de abril de 2012

Pelotudo

35 minutos, segundo tiempo. El sol del domingo se hace sombra en la mayor parte de la cancha, en ese momento en que el domingo, por más que aún tenga varias horas por delante, se ha perdido, y ha pasado a ser el pre lunes, ese plus de lunes en el que se prepara y planifica una semana más, o una menos, según la lectura.
El 0-0 se avecina y esto enardece a la hinchada local, que desde hace unos veinte minutos exige mayor sacrificio y responde con murmullos e insultos ante cada pelota perdida o mal entregada.
El 10 del equipo pica por el centro, el 8 se la da adelantada. El 10 corre tras la pelota que desacomoda al defensor y queda algo torcido para pegarle al arco, pero en perfecta situación para habilitar al 9 que, habilitado por estar detrás de la línea de la pelota, se acerca desmarcado con un inmejorable panorama hacia el arco. Y, cuando todos saborean y palpitan ese pase para que el 9 la acomode allá, donde es imposible que llegue el arquero por la genial diagonal que trazó, el 10 intenta convertir el gol él mismo, ensayando una rabona imposible.
De más está decir que trastabilla, en un gracioso y exasperante movimiento, similar a la imagen de muchos fósforos cayéndose al piso. La pelota se le enreda en los pies y, picando mansita, queda en las sorprendidas manos del arquero, que no puede evitar la tenue sonrisa.
Distinta es la cara del delantero; la lectura de labios plantea un escenario muy diferente, con promesas de pugilato en vecindades de las duchas del vestuario y diversas menciones familiares.
Y ahí es cuando el hincha, multiplicado por decenas de miles, cachetea su cara con las manos abiertas tirando la nuca hacia atrás, y en un brusco movimiento, como un latigazo, adelanta su cabeza y extiende las palmas señalando a la cancha y, con la frente aún ardiendo, vomita: “¡Pero este tipo es un pelotudo! ¡No se puede ser TAN pelotudo, viejo!”
Esa relación se rompió. El jugador deberá remar eterna e inútilmente para poder desligarse de ese mote. El “Pelotudo” es eterno, se dice una vez y es para siempre. Esa sentencia, fría, dictaminará que para la eternidad, ese 10* es un pelotudo.

Hay tantos pelotudos como huellas dactilares. Nombrarlos sería un ejercicio engorroso y claramente inútil. Conozco tantos pelotudos que podría estar horas ejemplificado, pero voy a homenajear a los más graciosos: los que lo son ante la modificación de hábitat. Provienen de una ciudad pero lo niegan, y pasan de ser un chico de pueblo a un pelotudo con sólo cruzar la General Paz, y pasando a tener otros problemas, más mundanos, más como debe ser que como realmente es. Serían algo así como pelotudos geográficos. No soportan no ser eso que quieren ser y es probable que hasta pronuncien las “s” que se comen en su lugar natal sólo por parecerlo.
Repito, no quiero enumerar pelotudos. Prefiero que me acompañen y, juntos, analicemos las entrañas de esto.

El pelotudo se diferencia fácilmente de otras ramas. Del hijo de puta, por caso, se diferencia por la simple razón de la ausencia de luces, y del torpe porque hay intervención mental en la estupidez. El torpe no es pelotudo; hace pelotudeces, que es distinto, pero con la salvedad de que las mismas carecen de la intención de hacerlas; es algo innato, viene en la sangre, en el ADN. El afán de lucirse por sobre los demás es lo que motiva sus pelotudeces, lo que exacerba el hecho mismo de ser un pelotudo.

Por contrario, el pelotudo intenta sacar un provecho que es claramente. El pelotudo hace la pelotudez no de guacho, no de mal bicho; lo hace para cancherear. La gran mayoría de los pelotudos lo son por este hecho. Es aquel que sale al boliche con una temperatura de 6º con una musculosa imposible sólo para mostrar que tiene un tatuaje nuevo. Es aquel que en reunión de amigos no es invitado, y, por lo tanto, cae. Es aquel que afirma que Metallica murió con el álbum negro, aquel que afirma que (Juro que esto me fue dicho en la cara) “El país estaría mucho mejor si se muriera el villero de Maradona” sabiendo que el resto de los presentes guarda gran estima por el volante, es aquel que tiene Twitter para seguir a Guido Süller y tiene Facebook para contarlo, es aquel que sostiene que Ricardo Iorio es un ser intocable y los demás no existen, es aquel que cuando en el subte te ve mandar un mensaje con un C115 pela en tu cara un N9 y, si no lo miraste, es capaz hasta de toser en tu dirección para que lo mires, y, en su mente, olvidar la antihigiénica ofensa por quedarte encandilado con un aparato que, a tus ojos de impío pueblerino, pareciera proveniente de Venus.
 
Es más, citando un caso de periodismo deportivo, una de las mayores pelotudeces que estoy viendo recientemente es la crítica constante a Messi porque sus rendimientos en su equipo español son excelentes y en su Selección presenta rendimientos irregulares, y el halago constante a Marcelo Bielsa, porque sus rendimientos en su equipo español son excelentes…y obviando por completo cualquier mención a su rendimiento en su Selección.
Casi me atrevería a afirmar que pelotudo no se nace, señores. Se hace. Y se hace sobre bases de avaricia, de egoísmo, de narcisismo. De mal entendido amor propio.
El ejemplo que sirve de prólogo a estas letras no es antojadizo, tampoco es el único; a diario uno debe enfrentarse a situaciones de pelotudez.

Seguramente, para finalizar, no faltará aquel que diga “Te faltó mencionar un tipo de pelotudo; el que critica a los demás desde sabe dios qué púlpito, como si eso no bastara para considerarse narcisista”. Sepa, lector, que me regala el epílogo.
En el gen argentino se halla, inalterable, la célula de colocar trabas en el camino de quien hace, sin moverse de su casa, o de su computadora.
Y, como siempre menciono, exhorto a aquel que critica algo a que haga algo mejor, para superar el listón.


*Por alguna razón que desconozco, en todo momento el relato se escribió con el volante colombiano Giovanni Moreno, actualmente militando en Racing Club de Avellaneda, en la cabeza.



Fer.

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