La tarde del 4 de noviembre de
1967 Robert McDonell ingresó por vez primera al lugar que estaba destinado a
ser su morada por los próximos cuatro meses. La condena, que quizás parecía
exagerada teniendo en cuenta el delito cometido, parecía justa dentro de un
sistema que comenzaba a tratar de dar muestras de firmeza, dentro de un
contexto en el que cualquier tipo de rebelión social o política que incipientemente
surgía trataba de ser desactivada. Eran tiempos de despertar para aquellos que
disentían con las políticas de guerra
implementadas en su país, eran tiempos de quitarse las vendas de los ojos. Eran
tiempos en que el sexo comenzaba a vivirse libremente, tiempos en los que el
hombre comenzaba a dejarse el pelo largo y las mujeres olvidaban sus corpiños,
quizás viendo a la prenda como un objeto más que cercena, que encadena, que
censura, y que, acorde a la embrionaria idea de liberación de esas ataduras que
no se pueden ver, impedía el libre rebote de sus pechos al caminar.
McDonell, para sus amigos
simplemente Rob, estaba enrolado en este concepto. Formaba parte del Centro de
Estudiantes de su colegio aunque estaba a meses de recibirse, y había comenzado,
sabiendo que se acercaba el momento de finalizar sus estudios, a sembrar
lentamente la semilla de la conciencia en sus compañeros menores. Mediante
periódicas e informales reuniones trataba de acercar a alumnos de cursos
menores, e internamente (y quizás inconscientemente) buscaba en las miradas de
esos chicos tan puros, tan crudos, tan vírgenes, a aquel que pudiera a futuro
reemplazarlo en su importantísima función dentro del Centro de Estudiantes.
Consideraba con toda justicia que los más chicos seguían dogmas perimidos que
sus padres les inculcaban mediante el simple pero efectivo método del
cinturonazo, y veía en sus ojos que esos chicos querían ser como ellos. Estar
en el frente, escupir la guerra, tocar los solos de la guitarra de George Harrison
y salir con esas chicas tan lindas, con su pelo tan largo, y con esas
rebotantes tetas que se les asemejaban como un paraíso lejano. “Estos chicos
son cemento fresco”, solía decirles a sus compañeros, “y el cemento fresco,
como lo marcas, queda para toda la vida. Si vamos a marcarlos, que sea la marca
correcta”.
Una de esas chicas, quizás la
más linda, se llamaba Rita. Era rubia, de pelo ondulado y siempre suelto, ese tipo
de pelo que es amigo del viento y que por más que no sea peinado por horas
siempre se mantenía dentro de una hermosa desprolijidad. Rita era novia de Rob
desde hacía un año. Juntos conformaban una pareja que gozaba no sólo de cariño
sino también de admiración: eran dos personas que hablaban mucho y bien, con
conceptos claros, y eran tomados muy a menudo como fuente de consejo dentro de
su grupo de amigos. Sus opiniones siempre eran válidas y su intención de
ayudar, inagotable. Si alguien necesitaba a Rob o a Rita, siempre iban a estar
dispuestos a ayudar de cualquier forma que sea posible.
Rita comenzó a formar parte del
“movimiento de liberación” (como ella le llamaba) gracias a su hermano Kenneth.
Ken formó parte del primer movimiento; escuchó los rumores libertarios en su
esquina y abrazó la postura antibélica como modo de vida, y tal grado de
responsabilidad tomó que terminó por tener él también una postura combativa; no
temía a la policía, ni a sus palos, ni a sus perros. Muy por el contrario, los
sabía enemigos, los sentía representantes y defensores de ese sistema opresor y
déspota, y muchas veces se encontró realizando actos en los que quizás no creía,
pero los efectuaba con el único fin de demostrar que se encontraba en la vereda
opuesta. Quizás perdía a
veces el foco, pero iba donde su corazón le dictaba y eso le bastaba para
desactivar cualquier atisbo de calma que algún amigo sugiriera en alguna
eventual charla nocturna. Adoctrinó a sus amigos y a su propia y única hermana,
logrando que sus padres les retiren definitivamente la palabra. Lejos de
amilanarse tomó aquel rechazo paterno como una confirmación del camino tomado. Se
mudó a una casa junto a varios amigos, e hizo del confronte su modo de vida.
Durante una protesta en las
afueras de una comisaría John tomó, como siempre, la primera línea de combate.
Uno de sus amigos había sido detenido por portación de cabello largo y Ken
organizó una reunión para exigir su liberación. El Centro de Estudiantes del
cual Rob y Rita formaban parte no fue avisado, porque Ken internamente sabía
que las ideas pacíficas que ellos mantenían no iban a poder sostenerse en esa
situación.
El primer intento de represión de los policías que se apostaban en la puerta de la comisaría sólo logró exasperar más los caldeados ánimos. Ken explotó de furia cuando vio que el primer palazo acertaba en la espalda de su novia. Enceguecido corrió hacia el policía que, antes de poder reaccionar, veía su mandíbula estallar en sangre por los golpes de Ken. Lo tiró al piso y, trabándole el pecho con una rodilla, golpeó repetidamente en el rostro del oficial hasta que sonó el estruendo. La bala fue una sola, certera, en el centro de su nuca. Murió instantáneamente. Tres amigos suyos fueron detenidos. El cuerpo de Ken desapareció.
Finalizando el mes de
septiembre Rob fue detenido en una protesta en reclamo del cuerpo de su cuñado.
Dicha protesta, que en un principio fue planteada como pacífica, cambió
velozmente de rumbo cuando los oficiales de policía, con sus provocaciones,
finalmente lograron su objetivo; desmadrar la situación para poder justificar
la violenta represalia que internamente deseaban. Un oficial gordo y con marcas
en su rostro se acercó a la posición de Rita y Rob, y caminando delante suyo
con la soberbia del que sabe que tiene la potestad del mango de la sartén, y
mirando hacia otro lado, musitó suavemente “Pareciera que nunca aprenden…
¿serán como ese pobre idiota que se creyó hombre y terminó sacrificado como un
perrito enfermo?”. Rob, rápido de reflejos, le contestó “Pareciera que nunca
aprenden… ¿será que los pobres idiotas se creen hombres por sacrificar gente
como perritos enfermos?”.
Como se trató de dar una medida
ejemplar que limpie en apariencia la ya herida reputación de la justicia, se lo
condenó a cuatro meses de prisión por varios cargos, entre los que se
incluyeron los lógicos por incitación a la violencia, irrespeto por la
autoridad y disturbios en la vía pública. El fallo fue llamativamente veloz. La
pena a cumplirse iba a ser efectiva en una celda de una enorme comisaría en los
límites de la ciudad. La misma enorme comisaría en la que su cuñado había
dejado la vida en un arrebato de furia.
Cuando Rob ingresó a la celda
miró lentamente a su alrededor, poniendo a prueba su capacidad de adaptación.
La pared que le había tocado en suerte daba directamente a la vereda de la
calle y una pequeñísima e inalcanzable ventana le acercaban un atisbo de luz y
algún eventual sonido de un auto que pasaba. Hacía instantes que lo habían
despojado de sus zapatos, de su pantalón, de su dignidad, de su pelo, y que
habían reemplazado su remera roja por un surtido repertorio de moretones que
adornaban su espalda y pecho. Había un
espejo, pero no quiso mirar en qué despojo lo habían convertido. Contra la
pared que daba la calle había una cucheta desvencijada. Se recostó mirando al
techo, y lloró. Lloró largamente en el más profundo de los silencios. Y cuando
secó sus lágrimas y giró contra la pared, lo vio. Se levantó, se lavó la cara
casi golpeándose, sintiendo el agua entrar en sus ojos, y volvió a la cucheta.
Ahí estaba. Era un agujerito en la pared, chiquito, pequeño, pero lo
suficientemente espacioso como para poder ver la calle. Se regocijó unos
segundos mirando y se maravilló. Intentó alejarse pero no pudo, y a los pocos
segundos volvió a mirar.
Pasó las horas subsiguientes
mirando la calle. Una anciana que pasó lentamente a centímetros de su cara.
¿Sabría esa señora que él la estaba mirando, que habría alguien del otro lado?
Pudo ver algunos autos que pasaban, una niña corriendo, su madre llamándola. Un
perro que movía la cola sin parar. La casa de enfrente, la señora que riega sus
plantas. Los sintió cercanos y pensó que quizás durante ese tiempo sean su
familia. Imaginó salir en libertad, cruzar la calle y saludar a la señora.
Verla de cerca, verle el rostro, preguntarle por sus plantas. Y automáticamente
lo atacó el miedo de que alguien lo descubra. Que alguien descubra su pequeña
porción de mundo sin rejas ni paredes. Se desesperó, buscó entre los restos de
basura en el piso un papelito y lo tapó. Sería, de ahora en más, su secreto. Su
pequeña ventana a la libertad. Cerró los
ojos, más tranquilo. Pensó en Rita, en Ken, en su familia, y se durmió
profundamente.
Su sueño lo llevó a una plaza.
Nunca había estado en esa plaza pero la sentía como propia. Sintió el pasto en
sus pies desnudos, en sus manos. Sintió el calor del sol, y esa voz conocida.
“Rob, te buscaba”. Era Ken. “¿Los ves, Rob? ¿Puedes verlos?” Miró donde Ken
señalaba. Eran policías y militares. Cientos, miles de uniformes. Se escuchaban
sus botas a lo lejos. “Estos hijos de puta me mataron. Les pegan a las mujeres,
les pegan a los niños. Nos preparan para la guerra, nos utilizan para practicar
sus lecciones de boxeo. No dejes que lo hagan contigo Rob. Estos hijos de puta
me han matado. Cerdos, cerdos hijos de puta. Eso es lo que son. Cerdos hijos de
puta. No dejes que te maten, Rob. No dejes que me maten de nuevo”.
Despertó sobresaltado,
transpirando, mareado y con un enorme cansancio. Se acercó a la canilla para
lavar su cara, totalmente confundido. Miró la pared, miró la ventana. Se había
hecho de noche, y no sabía cuántas horas habían pasado desde que se había
dormido. Le tiraron un plato de arroz imposible que miró casi con nostalgia,
con lástima. Se sentó en la litera y, con un dejo de compasión, miró cómo tres
cucarachas, primero con desconfianza y luego con una cierta voracidad, daban
cuenta de su arroz.
Con las primeras luces del
nuevo día llegaron movimientos que Rob esperaba con resignación que ocurran. Escuchó
gritos y cantos en las afueras de la comisaría. El ambiente dentro de la gran
comisaría se agitó velozmente. Oficiales corriendo, armas que se cargaban,
palos que se alistaban, cascos. Olor a sangre. Cuando el último policía salió,
Rob sacó el bollito de papel que tapaba su agujero y miró la escena. Pudo
divisar por un segundo a su Rita entre varias personas que portaban pancartas
con su nombre. Se dio cuenta inmediatamente que la policía estaba saliendo por
la puerta principal cuando pudo escuchar que sin violencia física pero con
dureza verbal se los insultaba copiosamente. Creyó ver una escupida, escuchó
golpes, reacciones. Tiros, gritos, tiros, insultos, tiros, tiros, tiros.
Alternativamente veía ráfagas de gente hacia la izquierda, hacia la derecha.
Podía diferenciar claramente a los policías los uniformes azul oscuro de los
coloridos movimientos de la calle. Sintió miedo, angustia, rabia, ansiedad, y,
por sobre todas las cosas, una inmensa impotencia. Gritaba sólo en la celda sin
despegar el ojo del agujerito. Golpeaba la pared, cambiaba de ojo, secaba las
lágrimas que borroneaban la pobre imagen que tenía de la escena, hasta que el
mundo detrás del agujero pasó a ser una bola de humo, una nube que le impedía divisar
cualquier cosa. El humo entró en la celda. Entraba por el frente de la
comisaría, por las rejillas, por la ventana inalcanzable, y las lágrimas de ira
se mezclaron con las lágrimas provocadas por los gases. A los pocos minutos el
humo fue cediendo, y también los gritos en el exterior. Rob se lavó rápidamente
la cara y con los ojos irritados volvió a su orificio. Ya sólo se escuchaban
algunos disparos que se iban alejando y una sirena que cada vez sonaba más
fuerte. Cuando el humo finalmente se disipó pudo ver en el piso, en medio de un
charco de sangre que brotaba de su pecho, a Rita, que a dos metros suyo y en el
último puñado de segundos de su vida miró hacia la pared, fijó su mirada en el
minúsculo punto del agujerito, intentó levantar su cabeza y sonrió levemente,
un momento antes de que su cabeza ceda
golpeando contra el piso, un momento antes de dejar de respirar, un momento
antes de abrazarse con su hermano por primera vez en la eternidad.
Fer
Fer
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